Selection by Natalia Vargas, asistente curatorial
Las formas del tiempo
En la antigüedad, observar el cielo fue una forma de entender el mundo. Culturas como la egipcia y la maya desarrollaron complejos sistemas de medición del tiempo a partir del movimiento de las estrellas y la luna. Más que una herramienta astronómica, el tiempo era un principio organizador de la vida que regía los ciclos agrícolas, los rituales religiosos y los cambios de estaciones. Esa necesidad de registrar y ritualizar el paso del tiempo también quedó inscrita en la materia. El arte funerario, los calendarios tallados en piedra, los monumentos conmemorativos, todos son intentos de inmortalizar un instante, de resistir la erosión del olvido. A través de materiales como el bronce o la piedra, diversas culturas no sólo recordaron grandes eventos, sino que intentaron desafiar la fugacidad de la vida misma. Más adelante, en la pintura europea, surge el memento mori [recuerda que morirás], una forma visual de pensar el tiempo, representado por calaveras, relojes de arena, flores marchitas, símbolos que recordaban la inevitabilidad de la muerte y fugacidad de la vida. Estas imágenes no medían el tiempo, lo advertían.

En esa misma línea de pensamiento se sitúa la pintura de G. Ulbricht de 1825, que inspiró la obra Clocked Perspective (2012) de Anri Sala. Ulbricht representa un paisaje donde destaca un reloj en la fachada de un castillo. En la composición, la estructura tiene una perspectiva distorsionada donde el reloj se mantiene frontal. Sala retoma esta ruptura perceptiva y la lleva al plano tridimensional en su obra. Deforma físicamente un reloj para que, según el ángulo en el que se vea, el objeto se distorsione o se corrija. Así, el tiempo se convierte en una experiencia visual cambiante, un símbolo de la regulación del tiempo alterado en la vida contemporánea.

Hoy, la conectividad permanente y la inmediatez tecnológica han impuesto un ritmo continuo y acelerado, muchas veces en tensión con los ritmos naturales del cuerpo. La escritora Kate Brettkelly-Chalmers señala, en su libro Time, Duration and Change in Contemporary Art Beyond the Clock, que nuestra dependencia del tiempo medido ha transformado la vida cotidiana, hasta el punto de adivinar la hora sin mirar el reloj. Esta capacidad de comprender el tiempo desde un sentido físico nos habla de cómo hemos internalizado un concepto abstracto que a su vez rige nuestras vidas.

Esta tensión entre un tiempo natural —orgánico, cíclico, corporal— y otro artificial —medido, digital, acelerado— está en el centro de Reloj I (2003) de Pablo Vargas Lugo. En esta instalación, tres monitores marcan el paso del día en diferentes ritmos, guiados por secuencias de números primos. El resultado es un tiempo inestable, imposible de sincronizar. El artista cuestiona cómo la tecnología que organiza nuestras vidas también puede fragmentarlas, mostrando la fricción entre cuerpo, percepción y máquina. De este modo, Vargas Lugo da cuenta de la posibilidad latente de crear nuevas realidades que van más allá de las convenciones sociales, ligadas a una sociedad cuyo valor se centra en la capacidad de producción y consumo desarrollados a partir, sobre todo, de la Revolución Industrial.
TIEMPO PRODUCTIVO

Durante la Revolución Industrial, la concepción cíclica del tiempo cambió radicalmente. En Occidente, la antigua concepción temporal fue reemplazada por un tiempo lineal y cuantificable, donde el reloj y el calendario se impusieron como normas del nuevo orden capitalista, regido por la producción en masa. El reloj —hasta entonces símbolo de reflexión o vanidad— se convirtió en una herramienta de control. En las fábricas, los cuerpos eran sincronizados con las máquinas. La sensación de vivir “a contrarreloj”, hoy tan familiar, nació allí. Esta dinámica fue retratada por Charles Chaplin en Modern Times (1936), en la que parodia la velocidad y desconexión del tiempo moderno, evidenciando la pérdida de control sobre el cuerpo y la vida, y los efectos deshumanizantes de la industrialización.

En este contexto de velocidad y transformación constante surgieron lenguajes artísticos capaces de incorporar el tiempo de forma más directa. La invención del cine en 1895 marcó un punto de inflexión, por primera vez, el tiempo no sólo era representado, sino también manipulado, editado y reproducido. Así, el arte comenzó a existir no para perdurar, sino como experiencia efímera, viva y en constante transformación.

Como señala el historiador Jonathan Crary, esta nueva temporalidad impuso formas distintas de atención. La percepción ya no era lineal, sino fragmentaria, fluctuante, condicionada por cortes, repeticiones y estímulos simultáneos. Ese interés por capturar el movimiento se manifestó también en la pintura de vanguardia. En el futurismo, obras como Dinamismo di un cane al guinzaglio Dinamismo de un perro con correa de Giacomo Balla y Nude Descending a Staircase No. 2 Desnudo bajando una escalera n.º 2 de Marcel Duchamp buscaban representar el movimiento en imágenes fijas, creando secuencias visuales que evocaban tiempo, energía y repetición.

TIEMPO SUBJETIVO

A partir de 1960 y 1970, con el asentamiento del arte conceptual, es decir, un momento artístico en que se privilegió la idea sobre la forma, distintos artistas comenzaron a experimentar con el tiempo efímero y mutable, explorando su potencial expresivo más allá de las formas tradicionales, que suponían la permanencia de las obras, siendo realizadas en materiales altamente duraderos como el mármol o la piedra. Un ejemplo fue el desarrollo de técnicas artísticas como el performance, las instalaciones temporales y el uso de nuevas tecnologías que dieron paso de un arte orientado a la permanencia hacia uno centrado en la duración, la repetición o la desaparición.

El videoarte fue clave en esta transformación. Artistas como Nam June Paik y Douglas Gordon usaron la imagen en movimiento para ralentizar, repetir o distorsionar el flujo temporal. Estas estrategias cuestionaban el ritmo acelerado de la cultura visual contemporánea y proponían una dimensión sensorial, emocional y subjetiva del tiempo. De esta forma, buscaron mostrar que el tiempo es una experiencia subjetiva, fragmentada y humana. Es, al fin y al cabo, un lenguaje que nos conecta a todos, pero es quizás uno de los más difíciles de comprender en su totalidad.

En este sentido, la dilatación del tiempo, tal como la plantea la teoría especial de la relatividad de Einstein, advierte que el tiempo no fluye de manera uniforme para todos, sino que se estira o se comprime dependiendo del punto de vista y del movimiento relativo. Más allá de su formulación científica, esta idea es una metáfora de cómo habitamos el tiempo de manera distinta. Artistas como Vito Acconci y On Kawara, desde enfoques distintos pero complementarios, exploraron esta complejidad en sus obras. En Blinks (1969), Acconci radicaliza la noción de tiempo al convertir un gesto automático e imperceptible como el parpadeo en una unidad de medida. Al capturar sus parpadeos, Acconci documenta lo que no se ve. Como si fueran comas en una oración, los parpadeos interrumpen la continuidad de la acción de ver, convirtiendo el instante ausente en archivo. En este gesto busca registrar un proceso, una duración efímera, una forma de percepción fragmentada que estira la noción de presente.
De manera similar, On Kawara profundizó en cómo los seres humanos experimentan y registran el tiempo, dedicando su obra a investigar sus dimensiones existenciales y espaciales mediante el uso del lenguaje y los números. A través de series meticulosas que documentan sus rutinas, convirtió el tiempo en materia artística. En I Got Up (1968–1979), el artista enviaba dos postales diarias con la frase “I GOT UP AT” [Me levanté a las] seguida de la hora en que se despertaba, haciendo visible y compartido un acto íntimo mediante un formato repetitivo. Asimismo, en su serie más emblemática, Date Paintings (desde 1966), pintaba la fecha exacta del día en que realizaba estos lienzos monocromáticos, que destruía si no lograba completar antes de la medianoche. El arte de Kawara es un ejercicio de presencia que cuestiona la forma en que entendemos el tiempo, invitándonos a vivirlo de manera consciente y poética. Cada fecha pintada es un gesto meticuloso que abre una pausa. Como sugiere el filósofo, Jean-Luc Nancy, Kawara no mide el tiempo, sino que le da forma. En cada acto hay una pausa, una forma poética de habitar el presente.
TIEMPO INSCRITO
En la actualidad, dominado por el trabajo cognitivo que emergió con fuerza en la década de los noventa frente a la necesidad de definir el trabajo dentro del modelo de sistema productivo contemporáneo, el tiempo ya no se guía meramente por el reloj, como en las fábricas del pasado, sino que se mide con plataformas digitales y dispositivos que exigen una disponibilidad constante. A diferencia del trabajador industrial, que operaba con el cuerpo y en tiempos delimitados, el trabajador cognitivo pone en juego su subjetividad como parte del proceso productivo. El filósofo italiano Franco “Bifo” Berardi, en su libro The Soul at Work: From Alienation to Autonomy, se pregunta por qué el trabajador posindustrial acepta, incluso anhela, la extensión de su jornada. Esta nueva condición ha generado formas de alienación más profundas, ya que lo que se explora no es sólo el cuerpo, sino el alma, la capacidad de pensar, sentir y crear. El tiempo de trabajo se vuelve indefinido y se confunde con el tiempo de vida. Esta transformación temporal afecta la vida laboral, así como nuestra experiencia corporal y emocional. El cuerpo humano se convierte en un lugar donde el tiempo se manifiesta de forma material y afectiva. Varias décadas después, en el arte contemporáneo se sigue cultivando la capacidad de comprender el tiempo como una variable que forma parte de la obra, y diversos artistas han abordado esta dimensión corporal y tangible del tiempo desde distintos ángulos, revelando cómo lo temporal moldea identidades, memorias y materias.
“Fotografío mi cuerpo. Lo generalizo al omitir la cabeza, para que mi cuerpo sea como el de cualquier otro hombre. La desnudez elimina cualquier referencia temporal; desnudo, pertenece al pasado, al presente y al futuro”.
– John Coplans
En Self Portrait, Frieze No. 4, Three Panels (1994), John Coplans fotografió su cuerpo, mostrándolo como un mapa donde el tiempo deja huella. Al eliminar su rostro, busca universalizar su cuerpo. El enfoque en los detalles corporales remite de algún modo a esculturas clásicas como el Discóbolo de Mirón, símbolos de una belleza ideal retratada para la posteridad. Pero Coplans invierte ese legado: su cuerpo envejecido no exalta la perfección, sino que visibiliza lo que socialmente se prefiere ocultar. Como él mismo señaló, sus imágenes abordan “la política del cuerpo”, en una sociedad que “adora la belleza y la juventud” y en la cual “los cuerpos viejos deben ocultarse porque son imperfectos, a menudo enfermos y pronto perecerán”. Al presentar su cuerpo como superficie anónima, Coplans transforma tanto el autorretrato tradicional como los cánones clásicos de representación del cuerpo. Su serie Self-Portrait no sólo es un testimonio del envejecimiento, sino un recordatorio de que habitar un cuerpo es también habitar el tiempo.
Desde otra perspectiva, Rineke Dijkstra, en su serie The Foreign Legion (2000), documenta la transformación física y emocional de Olivier Silva, un joven que pasa tres años en la Legión Extranjera Francesa. Con su estilo documental, Dijkstra reveló las huellas sutiles del cambio en la personalidad, la expresión y la postura de su retratado, mostrando la evolución en este período. Esta serie evidencia la pérdida de control sobre el propio cuerpo y el tiempo, subrayando los aspectos deshumanizantes de la estricta vida militar y a la vez da una mirada profundamente humana sobre la transición y la vulnerabilidad. El tiempo deja de ser una medida cronológica para convertirse en una fuerza que moldea la identidad.
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Detalle de 100 Years, Hans Peter Feldmann, 2001.
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Detalle de 100 Years, Hans Peter Feldmann, 2001.
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Detalle de 100 Years, Hans Peter Feldmann, 2001.
Por su parte, a través de 101 retratos que documentan la vida desde la infancia hasta la vejez, la obra de Hans Peter Feldmann, 100 Years (2001) propone una representación visual del ciclo vital, que abarca desde la infancia hasta la vejez. Cada imagen, dispuesta en orden ascendente, permite recorrer la existencia como un proceso continuo e irreversible. El tiempo aparece aquí como una progresión lineal, marcada por etapas que, sin posibilidad de retroceso, construyen un retrato universal de la vida humana.
TIEMPO REPETIDO
En nuestra sociedad moderna, obsesionada con la productividad y el progreso, la repetición suele percibirse como un estancamiento, algo que se opone al avance. Sin embargo, ninguna iteración es exactamente igual a la anterior, pues cada una ocurre en un momento distinto, en un lugar distinto. Repetir es, de algún modo avanzar. Cada repetición contiene una variación, por mínima que sea: un desvío, una diferencia en el continuo del tiempo. En la serie Untitled (Barragán House, #35) (2005), Luisa Lambri presenta una secuencia de fotografías de una misma ventana en la Casa Luis Barragán, en las que varía sutilmente la posición de las contraventanas. En cada imagen, la luz se filtra de forma distinta, generando una composición repetitiva que, al igual que en el cine, construye una narrativa temporal. Aunque cada toma es autónoma, en conjunto revelan desplazamientos, duraciones y variaciones mínimas que, acumuladas, hacen visible el paso del tiempo.
El tiempo no sólo se mide, también se transforma y se materializa. Kalender (2011) de Katinka Bock da forma al tiempo a través de arcilla. Cada día, la artista creó un cubo basado en su memoria del anterior. A lo largo de la exposición, los cubos se desplazaron por la sala, formando un calendario material que refleja el paso del tiempo y su intervención en la materia. En este caso, el tiempo se experimenta como desgaste y acumulación, una transformación constante que deja huella en el espacio físico. Por medio de esta repetición, se hace visible el transcurrir del tiempo cuando una obra de arte cambia mientras la observamos. El tiempo ha sido medido, narrado, ritualizado y administrado. Ha servido para organizar cosechas, sincronizar máquinas, marcar calendarios y coordinar vidas. Pero más allá de relojes, el tiempo nos atraviesa como memoria, como pérdida, como espera, como cambio. Desde sus inicios, el arte ha intentado capturar esta experiencia múltiple y contradictoria del tiempo: a veces para desafiar su fugacidad, otras para rendirse a ella. En las obras que exploran duraciones, fragmentos corporales, ritmos alterados o ciclos vitales, el tiempo deja de ser una línea recta y se convierte en un campo de tensiones, en lenguaje visual, en experiencia encarnada. Hoy, en un mundo donde el tiempo parece cada vez más homogéneo y acelerado, el arte sigue abriendo fisuras que permiten pausar, mirar y habitar un presente más sensible. Nos recuerda que hay otros ritmos posibles, más humanos, más inciertos, más vivos.